Félix Barroso Gutiérrez
El día 17 de este lluvioso mes de febrero tocaba llevarse a cabo, en la agonía del carnaval, el bullicioso “Entierro de la sardina”, celebrado por nuestros pueblos el Miércoles de Ceniza. Se ha polemizado bastante sobre el origen de este rito, pero no hay un acuerdo unánime. Lo que sí habría que hablar es como de un acto póstumo, que parece pretender la prolongación de los antruejos (no hay que olvidar que el Miércoles de Ceniza es ya Cuaresma). De aquí que tal “Entierro” fuera demonizado y perseguido con saña por la Santa, Católica y Apostólica Iglesia de Roma.
De todas formas, este rito, si es que está acrisolado por una antigüedad de siglos, tenemos que circunscribirlo a zonas marineras, pues, como es comprensible, las sardinas no llegaban hasta el interior del territorio so pena de su putrefacción por el largo viaje. De aquí que, en zonas con cierto aislamiento y con una cosmovisión sociocéntrica, como es el caso de la comarca de Las Hurdes, se desconozca tal ritual. En otras demarcaciones de la España rural, alejada de la costa, llegaría de forma tardía.
Mis recuerdos de la infancia se limitan a una muchedumbre enlutada y quejumbrosa recorriendo las calles del pueblo y poco más. Dejaría de celebrarse y solo se retomó a raíz de surgir, por los años 80, algunas peñas y asociaciones festivas o de amas de casa. No obstante, recabamos enjundiosa información del vecino Pedro Hernández Fernández, al que entrevistamos muchas veces, dando muestra de su buena memoria, erigiéndose en un preciado etnotexto. Vecinalmente, se le conocía como “Pedru el Tontu”, pero de tonto no tenía nada. Otra cosa es que “se hiciera el tonto cuando le interesaba”. Nunca se casó y capeaba la vejez conforme podía.
Pedro era el sardinero oficial del Miércoles de Ceniza. En este día, con el dinero reunido en una colecta por el pueblo, marchaba bien temprano en un burrito al cercano pueblo de Ahigal (media legua), donde había un vecino que lo llamaban “El Pehcaeru”. Este paisano se encargaba de traer, a lomos de caballería, algunas cajas de sardinas de la ciudad de Plasencia. Las vendía en un periquete, pues no se podía iniciar la Cuaresma sin probar unas sardinas fritas. Pedro compraba un par de cajas y de vuelta al pueblo. A media mañana, según nos refería, daba comienzo el “Entierro”. Llevaban una artesa de la matanza en andas, en la que iba depositada la sardina. La comitiva la formaban sobre todo mujeres, aunque también había algunos hombres. Toda la chiquillería del pueblo caminaba junto a ellos. Una vecina de temple, “bien echá pa,lantri”, se revestía de cura y, llevando un acetre colgado del brazo, iba asperjando con el hisopo a todos los que salían al paso, mientras cantaba extraños gorigoris. Durante varios años, representaría este papel la vecina Daniela Martín Clemente, a la que llamaban “Ti Daniela la Canchala”. Era el alma de las carnestolendas. Atrevida, desenfadada, bizarra, republicana y auténtica reencarnación de “La Libertad guiando al pueblo”, del pintor Eugène Delacroix. No podían faltar los monagos ni el sacristán.
Las mujeres llevaban velas y rompían el cielo con sus alaridos. La que llamaban “la sacrihtana”, cuando llegaban a la altura del “legíu” (ejido, campo comunal a las afueras del pueblo), iba haciendo “bóchih” (hoyos) con un zacho. Entonces, algunas paisanas, según narraba Pedro “El Tontu”, se arregazaban las sayas y, como en aquellos años, pocas usaban bragas, se espernancaban y orinaban sobre los socavones, a la vez que gritaban con recia voz: “¡Esti meau con tantu aroma, pal Papa de Roma”! “¡Meal, meal, jahta enllenal el bochi y lo que sobri, que se lo beba Gil Róblih!” (máximo dirigente de las derechas durante la II República). “¡A bebel y a meal cumu leonas: el vinu qué bien moh sienta, y el meau pa las Borbonas!”. Desgraciadamente, no tardó en venir el “Tíu Pacu con la rebaja”, porque también Paco era Francisco Franco, el sanguinario dictador. Golpe de Estado, represión genocida, aceite de ricino, pelados al cero y fusilamientos. Ahogaron en sangre el entierro de la sardina.
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Este año no hemos celebrado tan heterodoxo y transgresor entierro, cuando metían la sardina varios palmos bajo tierra y, luego, se preparaba una fogata, se asaban el restos de las sardinas traídas de Ahigal y corría el vino, riéndose, mofándose y escarneciendo el personal a los estamentos gubernamentales y fuerzas vivas de la nación, tanto laicos como eclesiásticos. ¡Viva la libertad de expresión! Pero hogaño la pandemia ha trastocado las agendas. Al menos, en la región extremeña, el virus pierde fuerza y, a día de ayer, sábado, 20 de los corrientes, solo se notificaban 66 positivos y tres fallecimientos (Mérida, Berlanga y Oliva de la Frontera). Los ingresos bajan a 162 personas, de las que 39 permanecen en UCI. Una vez más, volvemos a repetir que no hay que echar las campanas al vuelo ante estos datos. Ya vimos lo que ocurrió hace escaso tiempo, cuando las campañas de salvar esto o lo otro abrió puertas por doquier y el virus se coló por las rendijas y preparó otra buena escabechina. Aquí, como en todo el mundo, nadie está a salvo mientras no haya una inmunización colectiva clara y rotunda.
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Seguimos subiendo peldaños y llegamos al más resbaladizo y polémico: el que salta a las trincheras amigas o enemigas y le da vuelta y media a la actualidad sociopolítica. Vuelve a encender los periódicos el tan traído y llevado Pazo de Meirás, del que se apropió ilegalmente, como de tantas otras cosas, la familia del dictador Francisco Franco y que ahora, si el Estado no recurre la sentencia, como así parece, es muy fácil que ese pazo vuelva a las manos de los herederos del general genocida. Así lo ha manifestado Benito Portela Fernández, alcalde de Sada, en los términos de cuyo Ayuntamiento se encuentra el esplendoroso edificio. Sus apalabras son muy diáfanas al respecto: “Si el Estado no recurre la segunda sentencia del Pazo de Meirás, los Franco van a ganar el partido y la liga en el Supremo”. La Audiencia Provincial de A Coruña ya ha abierto las puertas para indemnizar a los herederos, que siguen viviendo a cuerpo de rey a costa de la herencia de un señor que, durante cuarenta años, fue dueño tiránico de este país. Y la indemnización la fija el abogado de la familia, Luis Felipe Utrera-Molina Gómez, hijo de un ministro franco-fascista, en un importe “sensiblemente superior a 800.000 euros”, que aumentaría de forma considerable “al incluirse tanto los gastos de mejora como los de conservación hasta el año 2020”. O sea, que, con dinero público, de todos los españoles, el Estado se permitirá el lujo de enriquecer aún más a quienes han venido disfrutando de los dividendos generados por el patrimonio nacional usurpado por el déspota. ¡Y viva la democracia plena!
La mecha ha prendido en la indignación de miles de jóvenes, que se han echado a la calle a raíz del encarcelamiento de Pablo Rivadulla Duró, rapero más conocido por “Pablo Hásel”. La polémica en torno a la libertad de expresión está servida. Lo de este rapero ha sido la gota que ha colmado el vaso. Pero detrás de ello hay todo un repugnante agravio a las libertades públicas y las dos varas de medir que emplea todo un arco sociopolítico y socioeconómico, cuyos representantes más destacados vienen a ser los mismos que han firmado el manifiesto para que Pablo Iglesias Turrión sea descabalgado del Gobierno de coalición. Algunas firmas son deleznables.
Nos encontramos, actualmente, en un marco donde la violencia que se ejerce es selectiva, dependiendo de los escenarios, y donde el discurso hegemónico y mediático va tintado con los colores de la propaganda posfascista. Por un lado, se homenajea a terroristas de Estado, como al general de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo (ha muerto hace escasos días), que ejerció una criminal violencia institucional en el País Vasco (de los 75 años que le cayeron, solo cumplió cuatro en chirona). En una democracia, no se puede responder a una organización terrorista con sus mismas armas: una política de torturas y asesinatos que hizo tábula rasa de las libertades democráticas. Y lo más triste no es que homenajee a este oscuro personaje la ultraderecha de VOX, sino que lo hagan algunas asociaciones profesionales de guardias civiles, que están para defender el Estado de derecho, pero no para aplaudir el terrorismo de Estado. La violencia hay que condenarla, venga de donde venga. Pero ojo con los partidismos, las intransigencias y las parcialidades.
El cinismo que existe en torno a la violencia es otro pie del que cojea nuestra democracia. Hay bastante sectarismo policial, que raya, en ocasiones, en el matonismo. ¿Por qué no se reparten palos, balas de goma, gases lacrimógenos… en las manifestaciones de la ultraderecha (“cayetanos”, neonazis, negacionistas, fascistas…), cuando estos se salten todas las líneas rojas del Estado de derecho y pisoteen los valores democráticos? ¿Y por qué se carga contra las manifestaciones de estudiantes, mineros, marchas por la dignidad, en contra de los desahucios, a favor de la Sanidad o la Educación Públicas, contra los campesinos que defienden sus productos o contra los que se parten el pecho por la libertad de expresión, los que piden más democracia o se oponen a una monarquía corrupta? Denunciar la violencia de solo una parte y callarse ante la ejercida por aquella otra que se erige en la salvaguarda de las esencias patrióticas y en “Su Ley” y “Su Orden”, es propio de países bananeros y no de una democracia plena y consolidada. Por cierto, los jueces que han redactado la sentencia contra Pablo Hásel son Concha Espejel Jorquera, afín al PP y conocida maniobrera para que las querellas contra dicho partido quedaran en manos de jueces amigos, y Nicolás Poveda Peña, que ha formado parte de candidaturas franco-falangistas que se presentaron a diferentes comicios electorales.
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Ahí lo dejamos. Necesitamos un respiro y pedimos aire a nuestros socorridos poetas. ¡Que venga ya Ismael Carmona y nos asede, con sus versos de auténtico sabor a terruño, nuestros exaltados ánimos! Y aquí tenemos su poema: “Tormenta”, del poemario “Pan y Verea”.
TORMENTA—
A Ιωάννα
La tormenta sueli engüeral-mi
las ideas. Plontu, el bueyeru rayus
conduzi las cargas elétricas
al plau la menti pa enmarajollal-mi
5 las vereas el pensamiento
i tecel ristris de figuracionis
que zimbrean al sol delos mis pies.
Me chasquin las palabras
ena cabeça. Orisqueci enos sulcus
10 del celebru cola priessa’l iviernu.
Se debujan árvulis en el cielu
dela mi frenti. En essi istanti andi
se fulminan tolos recuerdus,
lucheu por conserval-ti.
15 Atormentá escurana que me rindis,
granizu nengunu tuyu m’arruña
la piel! Tapocu m’acagaçan
los troníus que abocezasti!
Tengu tolas rocas estoicas
20 arroeandu el coraçón,
no te bulris de mí
pretendiendu barrumbal essi muru.
Un muru que emburaca la lus griega
que inraya la colol que los metrus odian.
El “Poeta de la Niebla”, agazapado en su desesperanza, nos evoca una noche en que bebió más alcohol que Charles Bukowski en una semana. El alcohol juega malas pasadas y hace perder muchos papeles. A veces, se pierde hasta la razón de vivir. El poema, perteneciente al libro poético “Charlando junto al río Charles: monólogos con Pedro Salinas”, termina interrogando al propio Salinas si él no se hundió en desventura semejante con su querida Kate.
BORRACHO
La quise besar y estaba bebido
Ni siquiera sé si llegué a rozar
la piel de sus labios. Muy a mi pesar,
pero estaba borracho y se me había ido
mi poca vergüenza. Alcohólico fluido,
hoy como ayer, me impide evocar
y reconstruir la escena: ¿Fue en la mar
o acaso fue en tierra? Escapó a su nido.
Le escribí, temblando, lioso mensaje:
doble la letra; la visión borrosa.
No recuerdo cómo transcurrió el viaje.
Noche, beodo, coche y niebla horrorosa.
¿Nunca manchaste tu elegante traje,
Pedro, amigo, ante tu yanqui hermosa?